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DaniloAlberoVergara 11/18/2019 8:48:12 AM
DaniloAlberoVergara
Don Casmurro 10
Danilo Albero Vergara escritor argentino
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Tags literatura literatura latinoamericana literatura sudamericana narrativa argentina Danilo Albero Vergara escritores argentinos escritores latinoamericanos novelas de escritores argentinos
 
Literatura latinoamericana, relatos, ensayos literarios
 

Por si algún lector se entusiasmó con los capítulos anteriores, publicados en Don Casmurro 1, Don Casmurro 2, Don Casmurro 3,Don Casmurro 4, Don Casmurro 5, Don Casmurro 6,  Don Casmurro 7,y Don Casmurro 8, Don Casmurro 9, adjunto la décima entrega.

 

XIII - Capitú.

 

            De repente oí una voz que llamaba desde el interior de la casa de al lado:

  • ¡Capitú!

            Y en el huerto:

  • ¡Mamá!

            Y otra vez desde la casa:

  • ¡Ven para acá!

            No me pude contener. Las piernas descendieron los tres escalones que daban a la chacra y caminaron hacia el huerto vecino. Era su costumbre por las tardes y también por las mañanas. Que las piernas también son personas, apenas inferiores a los brazos y se valen por sí mismas cuando la cabeza no las rige por medio de ideas. Las mías llegaron al pie del muro. Había allí una puerta de paso que mi madre había mandado abrir, cuando Capitú y yo éramos pequeños. La puerta no tenía llave ni tarabilla, se abría empujando de un lado o tirando de otro, y se cerraba con el peso de una piedra pendiente de una cuerda. Era casi exclusivamente nuestra. Cuando niños, nos hacíamos visitas llamándonos por un lado y recibiéndonos por el otro con muchas reverencias. Cuando las muñecas de Capitú enfermaban, yo era el médico. Entraba en el huerto con un palo debajo del brazo, para imitar el grueso bastón del doctor João da Costa; le tomaba el pulso a la enferma y le pedía que sacase la lengua. “¡Es sorda!”, exclamaba Capitú. Entonces yo me rascaba el mentón, como el doctor, y terminaba mandando aplicarle unas sanguijuelas o darle un vomitivo: era el tratamiento habitual del médico.

  • ¡Capitú!
  • ¡Mamá!
  • Deja de agujerear el muro y ven aquí.

            La voz de su madre estaba ahora más cerca, como si viniera de la puerta del fondo. Quise pasar al huerto, pero las piernas, hace poco tan andariegas, parecían ahora pegadas al suelo. Al final hice un esfuerzo, empujé la puerta y entré. Capitú estaba junto al muro frontero, dada vuelta hacia él, rayando con un clavo. El ruido de la puerta la hizo mirar hacia atrás; al encontrarse conmigo se recostó contra el muro, como si quisiese esconder algo. Caminé hacia ella; naturalmente tenía el gesto demudado, porque ella vino hacia mí y me preguntó inquieta:

  • ¿Qué te pasa?
  • ¿A mí?, nada.
  • Nada, no; algo te pasa.

            Quise insistir en que nada, pero no encontré la lengua. Todo yo era ojos y corazón que esta vez, seguramente, iba a salirse por la boca. No podía apartar los ojos de aquella criatura de catorce años, alta, fuerte y turgente, con un vestido de algodón ajustado, medio desabotonado. Los cabellos espesos, peinados en dos trenzas, con las puntas anudadas entre sí, a la moda de entonces, le caían por la espalda. Morena, ojos claros y grandes, nariz recta y larga, tenía boca delicada y el mentón ancho. Las manos, a pesar de algunos trabajos rudos, estaban cuidadas con esmero; no olían a jabones finos ni a aguas de tocador, pero con agua del pozo y jabón común las tenía sin mácula. Calzaba zapatos de tabinete, bajos y viejos, a los que ella misma había dado algunas puntadas.

  • ¿Qué te pasa?, repitió.
  • No es nada —balbuceé finalmente. Y enseguida corregí —Es una noticia.
  • ¿Qué noticia?

            Pensé en decirle que iba a entrar en el seminario y observar la impresión que le causaría. Si la inquietaba es que yo realmente le gustaba; si no, que no le gustaba. Pero todo ese cálculo fue confuso y rápido; sentí que no podía hablar claramente, ahora tenía la vista no sé cómo…

  • ¿Y?
  • Tú ya sabes…

            En eso miré hacia el muro, hacia el lugar en donde ella había estado grabando, escribiendo, agujereando, como decía su madre. Vi unos surcos abiertos y recordé el gesto que hizo para ocultarlos cuando me vio. Entonces quise verlos de cerca y di un paso. Capitú me agarró, pero, o por temer que yo acabase huyendo o para impedirlo de otra manera, se me adelantó corriendo y borró lo escrito. Fue como encender en mí el deseo de leerlo.

 





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