ADÁN Y EVA 5/14/2018
Miguel Ortemberg escritor argentino
Literatura, relatos, poesía, literatura latinoamericana, novelas

Esa tarde no me cansaba de mirarla. Estaba sentada frente al ventanal, mientras el sol del otoño calentaba la atmósfera. Su figura se recortaba en un claroscuro y el rostro sereno, que en parte adivinaba, me parecía hermoso.

No eran sus labios, ni sus ojos, ni sus pómulos un tanto salientes, tampoco su renegrida cabellera; nada era aisladamente perfecto, pero me miraba y sonreía con una dulzura sublime. Su sonrisa componía las partes, anudaba las facciones, las tejía infinitamente hasta hacerme estremecer.

Ella sabía que se moría, y sin embargo se encontraba serena. Esperaba  temeraria, bella; nada indicaba en sus gestos, ni el halo que la rodeaba, que en ese momento existiese en su corazón atisbo de desesperación o disconformidad. Su mirada se perdía entre las verdes formas del jardín, mientras con sus manos fibrosas acariciaba el perro que se adormecía en sus faldas.

Pasé un largo rato mirándola. Imaginaba una y otra vez la despedida final, el instante de su muerte, el velorio, el entierro, la soledad posterior, y se apoderaba de mí un sufrimiento tan intenso que me resultaba casi imposible de tolerar.

Un calor indeseable terminó por instalarse en mi cabeza y el centro del pecho me empezó a doler, sentí un cosquilleo en la mano izquierda y el brazo se negaba a recibir órdenes con agilidad; hacía varios meses que conocía los síntomas y trataba infructuosamente de evitarlos, sólo atinaba a quedarme inmóvil .

Eva volvió a mirarme; esta vez no sonrió, se dio cuenta de lo que me sucedía y rompió con su voz el tenue equilibrio en que me hallaba.

—¿Te sentís mal?

—No...

—Me estás mintiendo, acercáte, ¡dale!, vení...

Me levanté y caminé lentamente. La cabeza me pesaba. Llegué hasta ella y jugando le pisé la punta de los zapatos. Me rodeó con sus brazos y apoyó su cabeza en mis muslos. La veía contenerme y me parecía imposible.

Después nos sentamos juntos, le besé el cuello y la olí: pese a la enfermedad, a los remedios y tratamientos conservaba su olor de siempre. Cuando la conocí, durante mucho tiempo creí que era de un jabón o de algún perfume, luego descubrí que Eva olía a Eva, esa fragancia se desprendía naturalmente de su piel.

Mientras me acariciaba las manos me dijo:

—¿Estás mejor así?

—Sí, creo que sí, pero estoy muy ansioso, siento una gran impotencia.

—¿Para qué pensar tanto?, podemos tomar mate, mirar el jardín, porque todavía nos podemos disfrutar, ¿no?

—Disculpáme... estoy dado vuelta; en vez de ayudarte te jodo.

—Zonzo..., ¿quién sos vos, Superman? ¿Tenés que ser fuerte en todo momento y ayudarme sin sentir nada, sin que te pase nada? Si vos fingís estar bien y yo finjo para que vos no sufras, nos quedamos solos los dos, sentados uno frente a la caricatura del otro. Para mí es muy importante este tiempo, compartir con vos, que estemos cerca.

¿Quién te dijo que para morir uno necesita ayuda; al menos más ayuda que los que siguen en la vida? Quiero disfrutarte; si estamos bien, mejor, y si estamos mal, no importa, igual podemos quedarnos cerca. Hablemos de lo que nos pasa y si nos pasa la muerte, hablemos de muerte.

—A veces no es fácil hablar de lo que a uno le pasa, aceptar los propios sentimientos.

—¿Qué sentís?, ¿qué te pasa ahora?

—Tengo bronca, mucha bronca. Con los médicos, con la vida, con Dios. Tenés treinta y tres años...

—¿Estás enojado con mis colegas?, son personas, hacen lo que pueden.

—Hay tanta gente mala en el mundo: asesinos, ladrones, gente sola... para muchos la muerte sería un alivio.

—...

—¡Estábamos en lo mejor de nuestras vidas, con los chicos más grandes, después de luchar tanto y nos pasa esto...!

—Eso es muy importante, Adán, nos pasó, ¡no lo fuimos a buscar, nos pasó!

—Un día vas al médico, te hacés un análisis, y te dicen en un instante:... «lo suyo es grave», «la Ciencia no puede hacer nada», ¡y a la mierda con la Ciencia!, «está en manos de Dios...», ¡al carajo con Dios!... disculpáme me siento muy mal.

—¿Hasta cuándo me vas a pedir disculpas?

—No sé... te veo serena y me da vergüenza estar tan mal, tan deprimido...

—No es así, yo estoy bien ahora; pero en otros momentos estoy muy mal. Lo que pasa es que estar cerca tuyo me ayuda mucho.

—Gracias... sos muy dulce y un poco mentirosa.

—¿Estás loco?, ¡vos me sostenés! Atrás de tu bronca y de tu tristeza siento tu amor... además me sostienen los chicos, nuestros amigos, este compañero «cariluche», que mueve la cola cuando llego, las plantas del jardín que cuidamos juntos. Estoy suspendida como una pequeña araña en una enorme red de afectos. Es una red agarrada, anudada a rugosas paredes, a maderas de muebles usados por generaciones y generaciones, tejida entre ramas de árboles conocidos, brazos de hijos; tejido invisible, milagroso, las más de las veces, inconsciente.

Hace tres meses, el día que me dieron el resultado, me descompuse, me aterroricé. Ese espanto me invadió días, semanas; no podía reflexionar, y te confieso que a veces me envuelve como una sombra y termino sintiéndome mal, muy mal, como vos ahora. ¿Entendés?

—Creo que sí.

—Sobre todo cuando cae el sol, a la noche antes de dormir; cierro los ojos al lado tuyo, trato de relajarme, te toco, te abrazo, pero es inútil: las imágenes de muerte empiezan a llegar, son imágenes que no puedo manejar a voluntad. Ellas deciden qué debo pensar o sentir, aceleran mi pulso, calientan mi rostro, entumecen mis piernas. Recorren la superficie de mi piel como vientos helados patinando y rasguñando hasta el dolor. Imágenes veloces, innumerables. Imágenes de un mundo sin mí. Con sentido propio, pero sin mí. Lleno de anhelos, de deseos, de los árboles amigos, sobreviviéndome, permitiéndose la vida más allá de mí. Brisas, vientos que acariciaron mi piel, se encuentran en la atmósfera y me conocen. Pienso en ciudades que recorrí, lugares, baldosas que pisé durante años, utensilios gastados por mi mano, seres que me estremecieron, estrellas que sé que existen porque las vi pasar todas las noches sobre el jardín. Todas eran imágenes que me convocaban a gemir y a rebelarme. Como otras veces eran los chicos y vos, esta casa, gestos, diálogos alimentándonos en compañía, las toallas con que seco mi cuerpo.

Todo sin mí.

Adán, ¿alguna vez sentiste eso... un mundo sin vos?

—Puede ser... pero no como vos... no tan intensamente. Creo que siempre negué esa posibilidad, digo la de mi muerte...

—¿Sabés, Adán?, morirte es un destierro no un entierro. Mi cuerpo lo van a enterrar, pero yo me voy de esta tierra. Es como si te excomulgasen de la vida. Que sigan sin mí. Voy a dejar de estar, de pertenecer. Es un espacio que voy a dejar vacante, me voy, me voy y me aferro, me aferro a vos, a los chicos, a esta casa; más me voy, más me aferro; ¡no quiero irme, Adán! ¡Te juro que no quiero irme, lo acepto, pero no lo deseo en absoluto! Lo niego de maneras raras y enfermas. A veces quiero que el mundo termine conmigo y después siento culpa por mi egoísmo, y al mismo tiempo siento lástima por ustedes: por vos que te veo sufrir, por los chicos que se van a quedar sin mí; y al mismo tiempo siento envidia de los que están sanos, de la mujer que va a estar cerca tuyo después de que yo me vaya, celos porque algún día cuidará de mis hijos, y siento miedo por lo que les pudiera pasar. Siento que los pierdo, y en verdad los pierdo ¿cómo puede sentir el que muere, el que se pierde, que pierde a los demás si en realidad se pierde a sí mismo? A veces me duele más perderlos a ustedes, que perderme yo, es como si los fuese a extrañar desde mi tumba o como si no concibiese mi muerte en realidad. Es loco lo que te digo, ¿no?

Siento que los pierdo y me olvido por momentos que me voy a morir.

Adán, mi amor, ¡morirse es una mezcla de abandono y de ser abandonada... disculpáme tanta locura, tanto desgarro!

—Me hace bien que me cuentes lo que sentís, sea lo que sea, si no, no parecés humana, ¿me entendés?

—Sí, pero como vos decís, a veces no es fácil hablar de lo que a uno le pasa, aceptar los propios sentimientos. Pero ¿sabés una cosa, mi amor?

—...

—Otras veces surgían, como de manantiales, imágenes dulces, infinitos besos, caricias maternales, encuentros con compañeros y amigos, con chicos que tuve como pacientes, fiestas de Navidad, cumpleaños, vacaciones, caminatas con vos por la playa.

Encuentros.

Mi madre enseñándome a hacerme las trenzas, mi padre llevándome de la mano, la primera bicicleta... imágenes que me trasladaban a la nostalgia y a través de ella a la esperanza en un más allá, a la eternidad del amor, y todo eso mezclado con la culpa...

—¿Con qué culpa?

—Con los fantasmas, con la idea de que esta enfermedad que me consume es por mis pecados, por el daño que le causé a los demás a lo largo de mi vida.

—¿Y vos qué le hiciste a los demás?, ¿sos una criminal acaso?... además, qué es un pecado, ser una persona que comete errores, que no sabe a veces qué camino debe o puede seguir?

—Mirá, yo soy como cualquiera. No quiero discutir qué es el pecado; sólo te digo que arrastro culpas, daños que causé, muchos involuntariamente, mentiras, egoísmos, muertes..., cosas de mi historia que me pesan en la conciencia.

—¡Estás loca o qué te pasa! Sos muy buena y siempre les diste lo mejor de vos a los demás, estás hablando pavadas.

—Sabés que no es así, pero no importa, no quiero tener razón; simplemente te cuento lo que siento, o lo que sentía. Para mí se trataba de un castigo terrible, ésa fue la primera explicación de mi situación... tal vez mágica, fantasiosa.

—...

—Otras veces era el miedo al dolor, que transformen mi humanidad en una cosa sobre la cual ejercer violencia. He visto a muchos colegas... tratando niños como si fueran piedras, y así también las piedras merecen consideración.

El horror por la putrefacción de mi cuerpo.

Pero cuando estaba por estrellarme, cuando no daba más, las sensaciones fueron desapareciendo, fue como una red invisible que me amortiguó, un paracaídas que no sabía que existía me ayudó a pisar sin lastimarme, son las tramas, las ataduras que fuimos construyendo durante la vida.

—Me parece que yo no tengo paracaídas... estoy hecho pelota, desconsolado y no me resigno a perderte.

—Yo tampoco me resigno, espero el milagro de vivir.

La miré a los ojos. Estaba emocionada y más hermosa que nunca. Le resbalaron lágrimas blandas, transparentes; le pedí que no llorase, pero no pudimos frenar.

Sentía nuestros cuerpos vibrar, entrar en resonancia como dos copas de cristal cerca de una gran campana tañendo, o volar juntos como dos palomas en pareja, hembra y macho, buscando un fruto a la hora de la pérdida irreparable.

Atardecía. El jardín estaba en penumbras y la sala de nuestra casa se transformó repentinamente, la atmósfera se tornó viscosa; las paredes, el teléfono, los sillones, cada objeto, cada cosa se apelmazó hasta que el espacio quedó convertido en lleno y nuestros cuerpos parecían cáscaras de huevo vaciadas.

Ya no teníamos músculos ni huesos, fibras ni sangre. Nos habíamos transformado en matrices, en un espacio inmaterial donde latían suspendidos, como péndulos de viejos relojes, nuestros corazones.

Éramos a esa altura dos seres sin vista, ni oído, ni tacto; tampoco gusto ni olfato para percibir el mundo. La realidad había dejado de existir para nosotros.

Me acordé de la letra del tango «la indiferencia del mundo que es sordo y es mudo por fin sentirás».

Eva me preguntó:

—¿Tenés fe?

—No sé; —luego le pregunté en voz baja, apenas susurrando...— ¿Cómo vamos a hacer después del desgarro para volver a reunirnos?

No me contestó, ya no existieron palabras; tan sólo nuestras manos apretadas, la textura de la ropa triste que llevábamos puesta y nuestra voluntad de estar juntos a pesar de todo, de ir a buscarnos para compartir un poco más.

Cuando nos repusimos, miré el reloj: eran las siete y media de la tarde. Otoño gris en el barrio de Mataderos. Habíamos estado llorando hasta que calmados de cansancio nos adormecimos.

Abrí los ojos y vi los colores de objetos familiares, pequeñas luces que se filtraban desde la ventana jugando con ellos; me paré lentamente, tenía el cuerpo entumecido; caminé hasta la puerta corrediza que da al jardín, tuve que esforzarme para abrirla porque no corría sobre las guías oxidadas, como siempre en Buenos Aires. Apenas logré pasar el cuerpo, el aire frío y húmedo atravesó la ropa despabilándome; traía el olor y la bruma del gran río, venía del sudeste. Cuando entré después de cargar mis pulmones con aire nuevo, Eva preparaba un mate, le dije que se abrigara y que no tomara mate, porque el médico se lo había prohibido, pero ella se rió; me contestó que a ella le había dicho a solas que hiciera lo que quisiera.

No le contesté. Volví a salir, caminé hasta la leñera y cargué en un carrito, que habíamos preparado con ese fin, tronquitos de álamo y trozos de quebracho. Cariluche se estiraba y recorría el jardín orinando de a poquito hasta que empezó a perseguir una mariposa de noche que volaba cerca del farol.

Cuando entré la leña, Eva ya estaba con el mate preparado, sentada en el sillón; me pidió que la ayudara a correrlo para que quedara más cerca del hogar. Después nos arrodillamos..., desde siempre prendíamos el fuego juntos. Primero hicimos bollitos con papel de diario, y cuando hubo suficiente colocamos tronquitos de álamo en forma de carpa, suavemente, disfrutando cada instante, cada movimiento. Lo hacíamos y nos mirábamos, nos mirábamos y lo hacíamos; un cariño muy intenso empezó a envolvernos.

Cargamos, por último, tres pedazos de quebracho cuidando que no se desarme la pirámide.

Apagamos la luz. De a poco nuestras pupilas se calibraron, íbamos a iniciar lo que cientos de veces habíamos hecho...

Escuché el chasquido y la luz de la llama avanzó sobre el rostro de Eva. Su mano derecha temblaba con el fósforo encendido entre los dedos que parecían ramas de un árbol con una estrella brillante flotando sobre su copa.

Recorrió los bordes del papel y enseguida apareció un humo blanco que se acumulaba tratando de escaparse del pulmón hacia el centro de la habitación. Largó una bocanada que besó el cielorraso, pero el tiraje se lo tragó arrastrándolo hacia el cielo. Entonces las llamas envolvieron los tronquitos de madera blanda, y éstas las echaron como lenguas de fuego provocando al quebracho que se les resistía tenazmente.

Volvimos a los sillones y tomamos mate en silencio. Después de un rato la madera dura empezó a chispear; ni Eva ni yo queríamos hablar, nos encontrábamos suspendidos en el tiempo, separados brutalmente de la agitación de la vida, vibrábamos estallando en una especie de implosión de material humano que no permitía el sentido, carentes de finalidad nos disolvíamos en raros líquidos interiores.

El calor navegaba invisible hacia nuestros cuerpos. Sentía por momentos una atracción tan grande por el fuego, que casi llegaba a derretirme.

Pasta humana, miel de carne, especie de dolor insoportable, tenía la fantasía de desaparecer...

Eva, con la mirada perdida y apretando el mate vacío, me dijo:

—De repente la vida me resulta breve, tan fugaz... como si todo el tiempo transcurrido se pudiese unificar en un instante y la separación entre los que hoy vivimos, los que murieron y los que vendrán fuese sutil, mucho más sutil de los que pensamos; me siento como una crisálida, como algo que va a mutar pero que no termina.

Ya no me causa horror morir, ¿me entendés, Adán?, el miedo ya no me gobierna. Sé que voy a desaparecer para vos, para los chicos, para los que quedan en la vida; me dan mucha lástima los chicos...

¿Qué pasa que no llegan los chicos?

—Me olvidé de decirte... hablaron por teléfono cuando dormías la siesta, querían ir a la quinta de tu hermano, estaban jugando con Anita. Vienen mañana.

—Me tendrías que haber avisado.

—No te quise despertar, además la pasan bien allá, pensé que no ibas a tener problema.

Quise pasar un sábado a solas con vos, un sábado romántico...

—¿Me vas a besar?

—¡Claro que te voy a besar!

—¿Cómo estás vos, Adán, que sentís?

—Estoy enojado, todavía no puedo creer que estés enferma. A veces te miro y todo esto me parece un sueño, una pesadilla de la que nos tenemos que despertar.

Tengo bronca, mucha bronca... recorrimos tantos lugares, agotamos tantas esperanzas.

—Acurrucáte un poco, dejáte acariciar.

—Porque Dios permite..., ¡no es por mí!, ¡no es egoísmo!, te juro. A veces cuando el absurdo se me hace insoportable tengo ganas de insultar a Dios y decirle que es un falso, un traidor, un sordo, un mal padre, un mal amigo. ¡Tengo bronca, Eva!; ¡tengo bronca contra Dios por su silencio y por la impotencia que tenemos para evitar el dolor propio y el ajeno!

Eva me abrazó, se apiadó de mí envolviéndome en sus brazos; luego empezó a besarme la frente, el rostro, las manos... yo me dejaba, estaba exhausto.

Cuando me rehíce, me aferré a ella y volví a sentir nuestros cuerpos como huecos, como cavernas de piel cavadas en la espesa atmósfera de la sala, y en medio de ellos, suspendidos, los corazones latiendo por latir, como porque sí, golpe por golpe, espasmo por espasmo, temperatura por temperatura.

—Eva, me quiero morir.

—Adán, ¡no me hagas sufrir!

—Vos me dijiste que me acurruque.

—Sí, pero no tanto, ¡no lastimes, por favor! Tenés que cuidar de los chicos, de tus padres y de mi vieja, ellos te van a necesitar mucho. Además sos joven, quiero que seas feliz; antes o después vas a rehacer tu vida.

—No, mi amor. Ya no soy joven, tengo todos los años de la historia de este mundo habitando mi corazón.

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