EL INFORME 9/10/2018
María Claudia Otsubo escritora argentina
Literatura, relatos, poemas, novelas

Los ojos no miran y la boca es como un tajo cerrado por el que ya no pueden salir más palabras.

Le miro el pelo recogido, negro y prolijo, que le desnuda las orejas tan pálidas como el resto de la cara.

Su silencio infunde respeto y me he quedado inmóvil, sin hacer ningún ruido como si cualquier gesto pudiera perturbarla; su silencio además me avergüenza.

Somos dos en esta habitación, cada uno ocupando su espacio; el de ella bajo la ventana abierta donde, al llegar, le he indicado que se siente.

Desde ese momento, no he logrado hacer ninguna otra cosa, congelado por su presencia muda. Cada tanto, estiro la cabeza más que nada para aligerar el cuello o para mirarme las manos, nervioso por la espera y por la desazón que me provoca tenerla frente a mí y tan cerca. Pero no le hablo. No tengo el valor.

A un costado, el informe caliente y preciso donde se relatan los hechos me inquieta tanto como un bicho a punto de morderme.

Me admiro de su paciencia ya que desde que llegó no se ha movido: el cuerpo mantiene la postura en la silla. La miro como se mira a un ciego, con impune curiosidad. Me detengo en los detalles de su rostro que me son tan familiares: en su frente despejada, la nariz espigada, en la ranura de su comisura seca. Pero no puedo ir más allá de eso, no puedo soportar adentrarme por el vacío negro de sus ojos.

Estoy también atento a la puerta principal, la del comisario, y maldigo que siga cerrada. No me atrevo a imaginar cuánto tiempo de espera será necesario todavía. Porque insisto, admiro su paciencia; yo no la tengo y frente a ella me siento desnudo, como a la intemperie.

De pronto, alguien interrumpe en la habitación para entregarme más papeles. Su llegada es como un bálsamo sobre una herida abierta y me sujeto a su presencia como un náufrago. Pero es solo un instante que no llega a alejar el silencio y la incomodidad, y en la mirada del que ya se apresura a retirarse logro adivinar mi propia desolación.

Me aferro a esos papeles con urgencia y los archivo en un expediente que ya tengo sobre la mesa. No puedo dejar de leer entrelíneas -intento no mirar las fotos- mientras perforo las hojas y las hago atravesar el gancho de metal; si ella no estuviera sentada allí, bajo la ventana, tal vez me animaría a hacer algún comentario en voz alta, incluso a gritar un nombre. Pero ahora solo atino a deslizar mis manos sobre esos escritos como si se trataran de un muerto.

Sediento, me paro y camino hasta el dispenser. El vaso de plástico cruje por la presión de mis dedos, las burbujas estallan dentro del bidón con un ronquido que me hace estremecer. Aun así, ella no se mueve, no gira la cabeza interrogando, no se sobresalta, no dice nada; no levanta la vista, ni siquiera para rechazar mi ofrecimiento de un vaso de agua y tampoco me le acerco más, temeroso del recuerdo de sus manos y, dándole la espalda, regreso a mi asiento.

Por fin, una sombra se dibuja en la delgada rendija de luz de la puerta del comisario. El picaporte comienza a girar, aunque enseguida se detiene demorándose unos segundos antes de hacerlo del todo.

Pienso que tal vez mi jefe no está todavía listo para recibirla, que está dudando, y eso me confunde.

Pienso que quiero terminar con esto de una vez por todas.

Pienso que sería muy diferente, y casi es lo que preferiría si la viera gritar, insultarme, patear las paredes.

Pero a mí me piden que obedezca, no que piense.

Por fin el comisario abre la puerta y me pongo de pie en un firme que estalla en los bordes de mis botas. Mi jefe camina hacia ella y ambos se encuentran bajo el resplandor de la ventana. No les veo las caras. Solo percibo que ella, sin pararse aún, mantiene la cabeza en alto y adivino que está mirándolo a los ojos como si quisiera llevárselo consigo, hundiendo las emociones del hombre, casi arrastrándolo a la profundidad de su dolor.

Pero el comisario sabe cómo zafar de esas situaciones, él tiene más experiencia y además no tiene recuerdos y enseguida con un gesto me pide el informe mientras, con otra, le indica a ella que lo acompañe.

Se lo entrego de inmediato y, por primera vez, desde que está en esta habitación, ella parece cobrar vida y también obedece. La veo caminar hacia la otra oficina un paso más adelante como declarando en el gesto que lo hace por derecho propio y decidida a todo.

Me pregunto hasta cuándo aguantará. Pero, al alejarse, mi madre no gira la cabeza ni busca mi consuelo; y me quedo de pie, más a la intemperie que antes, en la posición de firme frente a este escritorio vacío de informe.

 

 

 


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