De insectos y lecturas 8/31/2020
Danilo Albero Vergara escritor argentinos
Literatura, ensayos literarios, relatos, novelas

Un artículo del New York Times me llevó a: un bicho torito que guardo en una Caja de Petri en un estante de una biblioteca, mi simpatía con algunos insectos, una práctica entrañable de la secundaria y, a los hábitos de algunos escarabajos.

En el segundo año del Liceo Agrícola, para uno de los talleres opcionales del curso de Zoología salíamos a atrapar insectos y luego preparar cajas entomológicas para acondicionarlos. Visto a la distancia, era una práctica bastante cruel que, por su toque sádico, no dejábamos de comparar con otras actividades humanas. Los bichos atrapados se colocaban en un frasco de vidrio con una torunda de gasa empapada en éter, una cámara de gas para hexápodos. Los cadáveres eran clavados con alfileres en el fondo de corcho de la caja junto con un pequeño rótulo donde figuraba nombre común y científico. Al final de año se premiaban las cajas más completas y, también, la mejor disposición artística de los difuntos. Dos piezas entrañables de mi colección fueron el bicho palito, del cual me quedó otro concepto, que luego identifiqué con el arte, la lectura y la escritura: fásmido, y el querible bicho torito; el de la caja entomológica lo capturé en los bosques de Palermo, en un viaje que hicimos a Buenos Aires; el de la Caja de Petri, debajo de un gomero en plaza Lavalle.

Por aquellos años, estaban de moda las películas clase B, donde insectos gigantes, por lo general mutantes radioactivos, surgían del fondo de la tierra para atacar a los humanos; sin contar la extraordinaria Viaje fantástico: un pequeño submarino nuclear, tripulado por un equipo de médicos, es reducido a tamaño microscópico e inyectado en la vena de un enfermo, con saberes estratégicos para el mundo libre -eran años de la guerra fría-, para operarlo de algo que no recuerdo. Con compañeros, fabulábamos ser reducidos de tamaño y salir a cazar las temibles hormigas rojas gigantes que asolaban huertas familiares, o al bicho torito, suerte de triceratops de seis patas; cacerías que dejarían a la del tiranosaurio de “El ruido del trueno” a la altura de un cuento de hadas.

Estos orígenes, tan literarios como entomológicos, me dejaron una simpatía por algunos insectos, para terminar asimilándolos a personas, hechos literarios y culturales. Una de las primeras identificaciones tuvo que ver con la historieta: los kabutos, cascos de los samuráis, algunos adornados con mamboretás de uxoricidas y caníbales hembras; siguieron luego los escarabajos peloteros (Scarabeus sacer) adorados por los egipcios e identificados con el dios Ra, el sol naciente. Luego vino Gregorio Samsa, cascarudo no especificado por Kafka, pero asociado con algún tipo de escarabajo, Vladimir Nabokov, cazador de mariposas, lo identificó con un coleóptero; similitud que hace cualquier lector inquieto, sin necesidad de la ayuda del autor de Lolita. A nadie se le ocurriría asociar a Gregorio Samsa con una cucaracha, en razón de que ese hemíptero -excepto el de la de la canción, el que no puede caminar porque se le acabó la marihuana- pasó a ser asimilado con lo despreciable.

El parentesco del fásmido bicho palito, que se mimetiza con la vegetación -o la copia- asemejando una ramita seca, con la literatura y el arte es prolífico: de Las hilanderas de Velázquez a Antígona Vélez de Marechal. El primer comienzo de todo escritor y artista pasa por la copia: “Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte”, aconseja Horacio Quiroga. Pienso en este momento: ¿cuántos cuadros se mimetizan en el Guernica, y cuántos libros en Historia universal de la infamia? Los mejores bichos palitos son los que se ocultan entre las Musas.

Algunas variedades de escarabajos han evolucionado a prolíficos, y todavía no definitivamente investigados, ejemplos de sobrevivencia; hace dos años se descubrió una variedad japonesa: el escarabajo bombardero, que cuando es engullido por un sapo lanza una sustancia emética que obliga al glotón a vomitarlo. Japón, tierra de Godzillas, ahora aporta un nuevo hallazgo: el escarabajo carroñero (Regimbartia attenuata) que, al ser tragado por una rana, se desliza por las entrañas del batracio, a la vez que emite una enzima que acelera la digestión, obligando a éste a defecarlo, bastante sucio, no por obvio se puede dejar pasar el detalle: vivo. La noticia publicada en la edición digital del New York Times trae una filmación: una rana de los arrozales adentro de una fuente con agua, arrojan un Regimbartia attenuata que, de inmediato es engullido; dos horas después -en contrapartida con las casi setenta que tarda la rana en asimilar un insecto- el maloliente escarabajo es expulsado por la salida de artistas de la rana, para alejarse como si nada hubiera pasado.

La proliferación de redes sociales y el uso y abuso de fake news muchas veces equivale a surcar las entrañas de un mundo de estupidez globalizada; mundo que, sin embargo, es parte de la realidad cultural cotidiana. Los escarabajos bombarderos, los carroñeros y, mucho antes, los escarabajos peloteros egipcios, que obtienen de bolas de estiércol el alimento para sus descendientes, dan un modelo de sobrevivencia del universo de los insectos; y al cual el arte y las letras, de alguna, manera imita. Comer mierda o atravesarla, para nutrirnos, o surgir más fuertes.





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